aporofobia

La aporofobia como desafío educativo: sensibilidad intercultural para una sociedad más justa. Por Sheila López-Prados

Una discriminación profundamente normalizada

Hay palabras que revelan realidades incómodas. Aporofobia es una de ellas. Sin embargo, pese a nombrar un fenómeno cotidiano y estructural, el rechazo hacia las personas pobres continúa siendo un concepto poco conocido y, aún más preocupante, poco reconocido.

La aporofobia es la discriminación que menos se denuncia, pero quizá la que más se practica. No suele expresarse con gritos ni insultos; más bien se esconde en la indiferencia, en una mirada que evita, en un comentario disfrazado de sentido común, en decisiones políticas que “no molestan a nadie” pero que afectan siempre a los mismos. Es un rechazo que no se dirige a la diferencia cultural o étnica, sino a quienes carecen de recursos materiales, simbólicos o sociales.

Esta invisibilidad se explica porque la pobreza, en nuestra sociedad neoliberal, se considera un fallo personal y no un fenómeno estructural. “El que quiere, puede”, repetimos, mientras ignoramos la precariedad laboral, las barreras educativas, la vulnerabilidad social o la falta de políticas públicas eficaces. Como advierte Adela Cortina (2017), la aporofobia surge de un modelo cultural que valora el éxito económico como medida de la dignidad y que interpreta la pobreza como una falta de esfuerzo.

El papel de los discursos sociales y mediáticos

Los medios de comunicación no son simples observadores de la realidad: también la construyen. A través de sus noticias, titulares e imágenes, ayudan a definir cómo la sociedad imagina la pobreza.

Cuando se presenta la exclusión como una responsabilidad individual “si está en la calle es porque quiere” o se criminaliza a quienes no tienen recursos, se instala la idea de que la pobreza es una consecuencia moral.

Este tipo de discursos generan un efecto silencioso: normalizan la aporofobia. Poco a poco, empezamos a percibir a las personas pobres como sospechosas, como una carga o incluso como un peligro. Es lo que Adela Cortina llama un “hábito perceptivo”: dejamos de ver personas y empezamos a ver problemas.

Tampoco las políticas públicas escapan a esta lógica. Cuando se endurecen los requisitos para recibir ayudas, cuando se dificulta el acceso a la vivienda o se burocratizan los servicios básicos, se suele justificar en nombre de la “eficiencia”. Pero rara vez se reconoce que estas medidas perpetúan desigualdades que vienen de muy atrás.

Por eso es importante recordarlo: la aporofobia no es solo un prejuicio individual. Es también un sistema social que establece quién merece, y quién no, oportunidades, respeto y cuidados. Y esa estructura se alimenta, cada día, desde los discursos que consumimos.

Una investigación que aporta luz

Este artículo se enmarca en los resultados de mi tesis doctoral, Aporofobia o sensibilidad intercultural: dos caras de una misma moneda (Universidad de Alcalá, 2025). El estudio, realizado con una muestra de 1.031 participantes, analiza la relación entre sensibilidad intercultural y aporofobia.

Los datos revelan una correlación negativa muy significativa: las personas con mayor sensibilidad intercultural muestran menor tendencia a discriminar a quienes viven en situación de pobreza.

Esto confirma una intuición fundamental: la apertura hacia la diversidad humana, cultural, social, económica nos hace más empáticos y menos prejuiciosos. La sensibilidad intercultural implica reconocer la pluralidad de realidades, comprender las desigualdades, cuestionar estereotipos y asumir que la dignidad no depende del nivel socioeconómico.

Este hallazgo tiene implicaciones profundas en el ámbito educativo, social y político. Si queremos construir sociedades más justas, necesitamos promover procesos formativos que no solo transmitan conocimientos, sino que desarrollen competencias éticas, relacionales y ciudadanas.

La escuela: un laboratorio social decisivo

La educación obligatoria no solo sirve para aprender matemáticas o historia. También enseña a mirar el mundo, a convivir con otros y a entender que nadie debería ser excluido por su situación económica. Por eso, la escuela puede, y debe, jugar un papel clave en la lucha contra la aporofobia.

Trabajar desde la educación significa cuestionar prejuicios, desmontar discursos simplistas y construir empatía hacia quienes viven en situaciones vulnerables. La investigación educativa ya ha señalado algunas estrategias que funcionan especialmente bien en las aulas:

Aprendizaje-Servicio (ApS): aprender ayudando. El alumnado participa en proyectos reales con asociaciones locales o iniciativas comunitarias. Descubren que la pobreza no es un fallo personal, sino una realidad social que se puede transformar juntos. Aprenden mientras ayudan, y esto tiene un impacto real en su forma de ver el mundo.

Ponerse en el lugar del otro: simulaciones y juegos de rol. ¿Qué pasa cuando una familia tiene que elegir entre pagar la luz o comprar comida? ¿Cómo se gestionan recursos escasos? Experiencias así, trabajadas desde la ética, permiten comprender qué significa vivir con dificultades. No es un juego: es una forma de romper estereotipos y generar empatía.

Leer los medios con mirada crítica. Analizar titulares, preguntarse quién habla y quién está ausente en las noticias, interpretar las imágenes… Todo esto convierte a los estudiantes en lectores críticos.

Es un paso fundamental para detectar los discursos que legitiman la discriminación: si reconocemos cómo se construye la aporofobia, estamos más preparados para combatirla.

Proyectos cooperativos e interculturales. La diversidad no se aprende en los libros, se aprende conviviendo. Cuando el alumnado colabora, dialoga y comparte responsabilidades, crece el    sentido    de pertenencia y comunidad. Conocer al otro derrumba prejuicios mejor que cualquier teoría.

Más que una asignatura. Luchar contra la aporofobia desde la escuela no significa dar un tema más en clase. Significa asumir que la educación también moldea valores, actitudes y miradas sobre el mundo. Si queremos una sociedad menos injusta, la escuela puede ser el lugar donde sembrar ese cambio.

Educar para reconocer la vulnerabilidad humana

Combatir la aporofobia no es únicamente una cuestión pedagógica, sino ética. En una sociedad que idealiza la autosuficiencia, reconocer la vulnerabilidad se percibe a veces como una amenaza. Sin embargo, la vulnerabilidad es universal: todas las personas, en algún momento, dependen de otras.

Educar para reconocer la vulnerabilidad implica enseñar que:

    • La fragilidad no es un defecto
    • La dignidad no depende del estatus económico
    • Necesitar ayuda no es motivo de vergüenza

Cuando la escuela enseña a mirar la vulnerabilidad sin paternalismo y sin prejuicio, está contribuyendo a formar ciudadanos más conscientes, más críticos y más solidarios.

La sensibilidad intercultural nos permite, justamente, entender la dignidad desde una perspectiva más humana y menos mercantil. Ayuda a comprender que la pobreza no deshumaniza a quien la sufre, sino a quien mira sin ver.

Conclusión: un compromiso colectivo

Los resultados de esta investigación muestran que la lucha contra la aporofobia está estrechamente vinculada con la promoción de la sensibilidad intercultural. La discriminación por pobreza no desaparecerá solo con políticas económicas, imprescindibles, por supuesto, sino con un cambio profundo en la manera en que educamos, informamos y nos relacionamos.

La escuela tiene un papel central en este proceso. Las prácticas pedagógicas inclusivas, los proyectos cooperativos, los debates críticos y el aprendizaje-servicio son herramientas capaces de transformar miradas y, por tanto, realidades.

Educar para la justicia social significa enseñar a pensar, a sentir y a relacionarse desde el reconocimiento de la dignidad humana. Significa formar generaciones capaces de cuestionar prejuicios y de construir sociedades donde nadie sea excluido por lo que tiene o no tiene.

Si queremos una sociedad más equitativa, necesitamos una educación que forme ciudadanos sensibles, críticos y capaces de mirar a los demás con respeto, empatía y responsabilidad. Necesitamos una educación que nos enseñe de verdad a ver al otro.

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